(Nota: retomo la serie dedicada a Friedman el lunes próximo).
“Para los dueños del mundo, la educación del común es imperdonable. (…) Son los pobres, los desposeídos, los más necesitados de educación. Ella hará libres a nuestros pueblos”. Simón Rodríguez, citado por D. Pedro Orgambide.
Simón Rodríguez figura en la historia como el Maestro de Bolívar. La propia misiva que le envía Bolívar desde Pativilca, Perú, el 17/01/1824 es, probablemente, la más hermosa que haya escrito un alumno a su mentor: “Usted formó mi corazón para la libertad, para la justicia, para lo grande, para lo hermoso. He seguido el sendero que Ud. me señaló.”. La terapia de aferrarse a la vida mediante la búsqueda de la gloria habría sido el legado del maestro al alumno. Como capta D. Salvador de Madariaga en su estudio de El Libertador, Bolívar corría el riesgo de ser un náufrago mental si quedaba sin canalizar su nervioso temperamento hacia algún fin constructivo y este fue la gloria de libertar la América Hispana. D. Mauro Torres, en su Moderna Biografía de Simón Bolívar, afirma sobre El Libertador que “no ha existido en los anales de la historia un hombre que persiguiera con mayor avidez y tesón ese néctar – el único que le llenaba de gozo – que se llama gloria”.
D. Rufino Blanco-Fombona, en Mocedades de Bolívar (1945) identifica un vínculo esencial entre Bolívar y Rodríguez: “La psicopatía de Rodríguez emparentaba con la psicopatía del Libertador. (…) Ambos tenían un sueño de regeneración social, que en el uno [Rodríguez] quedó en nebulosa y que el otro realizó. Ambos son impulsivos, emotivos, nómadas compulsivos. Anómalos ambos, se buscan, simpatizan”. El mismo Rodríguez, citado por Blanco-Fombona, escribió a Bolívar: “En usted tengo un amigo físico porque ambos somos inquietos, activos, infatigables; mental, porque nos gobiernan las mismas ideas; moral, porque nuestros humores, sentidos e ideas dirigen nuestras acciones al mismo fin. Que usted haya abrazado una profesión y yo otra hace una diferencia de ejercicio, no de obra”.
Nuestra hispanidad tiene siempre una dosis de envidia destructiva. Si en el Siglo XIX sometimos a los próceres a la destrucción física, moral y económica – incluso se asesinó a Sucre-, los siglos XX y XXI asisten a un nuevo tipo de perjuicio a los grandes personajes: distorsionar su obra, como hacen los proselitistas, o sondear en las imperfecciones humanas que, como toda persona, tuvieron. Difícilmente Bolívar, Rodríguez o Sucre son modelos para la vida familiar, pues todos ellos abandonan mujeres e hijos, mientras otros patriotas sí supieron construir tanto hogar como patria. Ahondar en estas miserias personales es poco productivo. Y más peligroso aún es usar como bandera política lo más impoluto y mejor realizado que legaron los próceres: su trabajo a favor de la libertad.
Recurrir a Bolívar y Rodríguez para defender la dictadura comunista cubana es casi tan vil como la manipulación hecha por la llamada “IV República” respecto al bicentenario del natalicio de El Libertador. En aquel entonces, 1983, mientras se conseguía el insólito de quebrar a la Venezuela de los petrodólares y se iniciaba la devaluación de una moneda con el nombre de bolívar, se asistía, paradójicamente, al culto bolivariano. El bolivarianismo es el mejor antídoto que han encontrado los venezolanos para olvidar sus mediocres resultados sociales. Y tal recurso opera desde 1842, cuando por fin se repatriaron las cenizas de El Libertador. Al menos un Presidente, D. J.V. Gómez, sí que supo conmemorar el centenario de la muerte de Bolívar apropiadamente, pagando totalmente la deuda pública externa.
¿Qué mayor humillación para Bolívar y Rodríguez que ver su proyecto de libertad, su sacrificio vital, convertido en cinco naciones donde reinan la criminalidad, la pobreza, el autoritarismo y la ignorancia? En su llamada Defensa de Bolívar de 1828, Rodríguez señalaba: “Bolívar no vio en la dependencia de España, oprobio ni vergüenza, como veía el vulgo; sino un obstáculo a los progresos de la sociedad en su país”. Y este sistema institucional hispano continúa oprimiendo a la América Hispana y a la misma España, con estas prácticas: la fragmentación nacional; la desigualdad social; el menosprecio del saber científico y técnico; el nepotismo; el desprecio por el trabajo; la ostentación; la envidia. En suma, el desprecio por la libertad y por la realización del individuo.
En el mismo escrito citado, Rodríguez afirma: “Sólo en la América Española se duda del mérito de un hombre por ser americano… Este ejemplo lo han tomado los colonos de la madre patria: en ninguna parte vale menos el talento de un español, que en España”. A casi un siglo de distancia, el citado Blanco-Fombona, venezolano que ocupó prominente lugar en España, señalaba sobre su patria de origen: “Siempre fue Venezuela, con algunos de sus mejores hijos, pequeña, incomprensiva, rencorosa, injusta. La envidia allí, como en casi todo el resto de Hispanoamérica, es grosera, espesa; pero en Venezuela es más espesa y más grosera que en ninguna parte”. Prueba de ello es que una de las más bellas biografías noveladas de Simón Rodríguez, La Isla de Róbinson (1981), permanezca sin reeditar y cómo el autor, D. Arturo Uslar Pietri (1906-2001), único venezolano con un Premio Príncipe de Asturias, continúe siendo tan desmerecido en su tierra.
La defensa de la libertad individual hispanoamericana sigue siendo una urgencia histórica. Qué mejor homenaje bolivariano que coronar la esperanza de El Juramento del Monte Sacro – citado por Rodríguez en 1850-: “En cuanto a resolver el gran problema del hombre en libertad, parece que el asunto ha sido desconocido y que el despejo de esa misteriosa incógnita no ha de verificarse sino en el Nuevo Mundo”. Y que este mensaje de Rodríguez en Luces y Virtudes Sociales guíe las reformas educativas: “Hoy no son pudientes los que TIENEN, sino los que SABEN más: estos deben ocuparse en enseñar, o en proteger la enseñanza, para poder disponer de masas animadas, no de autómatas como antes”.
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