febrero 26, 2007

Motores de papel

Marisol García Delgado


Quizás para no desnudarnos completamente ante nuestra propia realidad, por ese miedo a lo peor de nosotros mismos, renovamos nuestra fe en la Ley, renunciando inconscientemente a la propia libertad.

Pero, ¿alguien en este país ha comparado el texto de la Ley de Tránsito Terrestre, norma reguladora de la mínima civilización, de la conducta elemental de conductores y peatones, con nuestra cotidianidad? Cuatrocientos o más artículos dignos de una tienda de bisutería: útiles cuando queremos, inútiles si no se usan, siempre en exhibición multicolor, sin respetar gustos ni criterios, y cada quien los utiliza o no si le da la grandísima gana.

Empezando por las llamadas personalidades, pues en ellas es usual comerse luces y flechas por más de una cuadra, utilizar aceras y demás zonas prohibidas como estacionamientos, sólo para demostrarnos lo importante que son, lo apurado que andan por resolver los problemas nacionales, la urgencia que tienen de cumplir con su deber. Ignoran olímpicamente que su primer deber es, precisamente, dar el ejemplo.

Ni hablar de la gratuidad de la Justicia consagrada constitucionalmente y burlada en los mismísimos recintos judiciales. ¿Dónde más? De la especulación en los entes gubernamentales, donde no llega el INDECU, para impedir y sancionar a quienes cobran Bs. 500 por fotocopia simple o expenden a Bs. 1.150 la planilla del SUMAT, sin que, por supuesto, ésta tenga su precio impreso y a la vista. Todo esto para no mencionar otros costos exorbitantes – tanto para el capitalismo como para el socialismo- ni esa modalidad, total y absolutamente generalizada, siguiendo el ejemplo que las dependencias gubernamentales dan, de apropiarse indebidamente de toda fracción de cien bolívares. ¿Cuántas reformas llevan la Ley de Protección al Consumidor y el Código Penal?

La inutilidad de la norma jurídica para orientar alguna conducta, para armonizar posiciones antagónicas que subyacen en cualquier sociedad, para resolver conflictos, para enrumbar iniciativas o para sancionar faltas o delitos, está tan, pero tan desprestigiada, que algunos vendedores de leyes encuadernadas –para no perder el papel y la inversión- frente a cualquier reforma pequeña o grande que afecte su publicación, se limitan a cambiar el color de la carátula y a actualizar el número y fecha de la Gaceta Oficial. Peligroso en juicio.

Hampa no lee leyes. Esas son personalidades básicas que funcionan según las oportunidades y amenazas que presenta el ambiente. Y las leyes son tan largas y engorrosas que quien no está obligado a leerlas por razones de trabajo, no las lee porque tiene que trabajar. Eso es consecuencia de saturar de normas a una sociedad ¡y qué clase de normas! Ningún mecanismo que requiera de alguna precisión puede funcionar con la colocación arbitraria de sus elementos. Unas reglas que no guardan sintonía en su propia constitución, que no se articulan ni ubican adecuadamente, simplemente no sirven.

Poco importa si legisla la Asamblea o el Presidente, especialmente cuando a aquella se le discute la legitimidad, lo que se debe analizar, más desde el gobierno mismo que desde la oposición o desde el seno de la sociedad, es si 60 u 80 leyes, si una enmienda o reforma constitucional pueden verdadera y honestamente utilizarse como motores de la revolución. O como motor de cualquier cosa, pues.

Porque es falso, total y absolutamente falso, según enseña la filosofía, la historia y la política del Derecho, que las leyes se dictan. El segundo pecado original de esta sociedad es abandonarse a la fuerza de la Ley, en lugar de nutrirse y fortificarse en sus valores y virtudes.

La educación y formación familiar y cívica, adecuadamente interiorizadas, constituyen las leyes. Esas leyes auténticas y verdaderas que las autoridades, bien preparadas para ello, apenas las descubren y las sistematizan, simplemente para coadyuvar con el orden social, protegiéndolo frente a las amenazas realmente excepcionales de quienes optan por transgredir las reglas instituidas por la sociedad.

La revolución o la oposición, tienen frente a este país el más hermoso y trascendente trabajo: fortalecer las bases familiares y comunitarias de esta sociedad, hacer que funcione su propio mecanismo vital, descubrir la esencia de este pueblo, que seguramente es algo más que necesidad de pan y zinc, oírlo más allá del aturdimiento por el exceso de palabras. Y librarse de espantos: nada, absolutamente nada, funciona con motores de papel.

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